Era una milonga de domingo
por la tarde, la última que se celebró en un festival local. El ambiente,
espectacular, con pista rectangular, suelo de madera, y muy cálido. Y allí
estaba yo, una milonguera con pies perfectamente descansados, sentadita en un sofá
lleno de abrigos y bolsas de zapatos. Y como no, un tema precioso de fondo
sonando.
Y allí estaba él, por
entonces conocido, hoy amigo. Observando, escuchando y eligiendo su mejor
bailarina para los temas que iban entrando, y justo entonces comenzaron los
primeros compases de una tanda de esas en la que parece que tu cuerpo cobra vida y tus pies empiezan a moverse solos.. a pesar de estar todavía sentada. Me buscó con la mirada, pero esta
milonguera que se queja tanto de lo poco que se estila el cabeceo en las
milongas europeas, nunca mira ni facilita el cabeceo, solo obseva la pista,
escucha la música y a veces charla. Muy mal. Así que no hubo encuentro de
miradas, pero él ni se lo pensó y vino a buscarme. Sonreí y antes de que me
diera cuenta ya estábamos abrazados, mis ojos se habían cerrado y estaba
entregada en cuerpo y alma a la música y al abrazo.
Tan pronto empezó la
primera frase musical, llegó la última del último tango de la tanda. Cuando son
momentos de entrega y disfrute total, el tiempo vuela. Abrí los ojos, como decepcionada
de que acabara la tanda, quería más. Y él me miraba, y vi emoción en sus ojos
vidriosos. Sinceramente no me acuerdo del comentario que hice pero dio pie a
una explicación, y fue entonces cuando él me dijo "cuando tengo un tema
que me llega y lo bailio con una bailarina como tú, no puedo evitar
emocionarme". Creo que ese fue una de las cosas más bonitas que me han
dicho en mi vida. Conectamos muy bien al bailar y la música y su forma de
bailar hicieron el resto. Es de esos milongueritos que apenas hacen una
caminadita y dos o tres giros, y ya te hacen sumergirte en otro mundo. Todo
un caballero, un once sobre diez.
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