lunes, 9 de febrero de 2015

Aprendiendo de milonguera: descubriendo un baile clandestino a los ojos de la sociedad (PARTE II)

En ese primer año sin pareja, asistía solo a clases, ya que ni siquiera sabía de la existencia de las milongas. Me burlaba de mi misma por lo patética que me veía tomando clases de algo que al parece no se bailaba en ningún sitio. Pero yo lo tenía claro: seguía enamorada de esa "danza notálgica y maligna", y eso me bastaba.

En mis ansías por saber más del tango y su cultura, metía horas en internet viendo vídeos, leyendo, escuchando temas, y así es cuando oí hablar de que efectivamente había sitios llamados milongas donde se bailaba tango. Esto ocurrió casi al mismo tiempo que mi profesor nos hablaba de Buenos Aires y las milongas. Estaba convencida de que solo existian milongas en Buenos Aires, y obviamente la que él organiaba en la ciudad, a la que íbamos solo sus alumnos. Hoy en día soy consciente de que si no estás en "este mundo" o alguien que ya está en él te informa, ni te enteras de que existen.

En las clases en las que tenía ocasión de practicar cuando algún atrevido aparecía por clase, mi máxima aspiración era la de poder entender la intención de movimiento de mi compañero. El escuchar la música, el guardar mi eje y lo demás era tarea que se me escapaba de las manos, sobre todo teniendo en cuenta que mi esfuerzo y energía se enfocaban en intentar conseguir lo primero. Eran tiempos en los que bailaba con cualquiera en la milonga, a la que iba siempre que podía, y disfrutaba con solo ser capaz de interpretar una señal de mi compañero. Bailar era solo diversión para mi. Me encantaba que me hicieran figuras, cuantas más mejor, y aunque no salieran bien, me seguían encantando. Si le golpeabamos a alguien, pedíamos disculpas entre risas, y obviamente la "fiesta" continuaba. Como todos bailábamos igual de mal y ninguno respetaba los códigos de la milonga, todo estaba bien. Sufría del mal más horrendo del principiante. Para bailar me ponía sandalias con tacones con los que no sabía ni andar y también las medias de rejillla más escandalosas que encontraba en las tiendas de lencería.

Más adelante en mi aprendizaje, memoríce los movimientos o figuras: cosa que la mujer nunca debe hacer, pero a veces era la única forma de moverme un milímetro del sitio puesto que mi pareja, tan experta como yo, no sabía marcar ni yo moverme sin caerme. Me centraba en pisar a tiempo esos pocos momentos en los que se me antojaba escuchar la música, ya que mi mayor concentración estaba en conectar con mi compañero y no en aquello que sonaba de fondo. Para conectar con mi compañero, todo valía, aunque para ello tuviera que colgarme literalmente de él o pegarme a él como si me fuera la vida en ello, todo con tal de no separarme ni un milímetro de él, que es lo que yo entendía que debía de hacer. Era tarea difícil: tenía que arreglármelas para dar pasos en un espacio inexistente, con lo cual, parecía la Torre Pisa, pero con piernas.

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