lunes, 29 de julio de 2013

Los botoncitos del palabra de honor

Era sábado y después de comer con dos amigas, me fui a la habitación del hotel a descansar un rato, esperar a que llegara mi compañera de habitación y hacer los arreglos necesarios a mi vestido para poder ponérmelo esa noche. Era el vestido palabra de honor que me había declarado la guerra unos fines de semana antes.

Según llegué a la habitación mandé un whatsapp a mi compañera de habitación para decirle el número de la habitación y cómo localizarme si no me encontraba allí cuando ella apareciera con su maleta. Casi en el momento recibí su contestación: esa noche iba a dormir sola porque ella no iba a venir. Luego sonreí sacando la parte positiva del asunto y decidí llenar la bañera hasta arriba, poner unos tangos en mi lista de reproducción del móvil y relajarme. Y lo hice tanto que casi me quedo dormida. Aún así me dio tiempo a hacer el arreglo al vestido, que consistía en unos botones pequeños interiores que al coser una parte al sujetador y otra al vestido, permitían mantener el vestido en su sitio en lugar de que este se deslizara hacia los pies.

 La milonga tenía un ambiente muy agradable, pero solo tenía un pequeño fallo: el suelo estaba imposible. Por esa razón no bailé apenas, ya que me escondí un poco para no ser invitada, ya que para bailar incómoda, es mejor disfrutar de la música sentada y disfrutar de la compañía de amigos. Aún así, en esas pocas tandas que bailé, mi vestido resistió las tormentas... a ratos. Los clips de la espalda se soltaban y me hicieron pasar momentos un tanto incómodos. Me daba pereza subir a la habitación así que como sabía que no iba a bailar mucho, aguanté.

En una ocasión bailaba con un amigo cuando se soltaron los botoncitos de la espalda y él se ofreció a atármelos entre tango y tango, ya que eran los que yo no alcanzaba. Tiene manos grandes, los botoncitos eran diminutos: no había forma de que atinara y para colmo, me hacía cosquillas. Empecé a medio contorsionarme intentando evitar las cosquillas y conteniendo la risa mientras él me pedía que me estuviera quieta. La gente nos miraba con impaciencia, intentando esquivarnos una vez que comenzó a sonar la música, y yo continuaba ahí en medio, sin poder moverme porque todavía tenía unos dedos realizando una misión imposible sobre mi espalda, mientras la gente aparecía bailando por ambos lados... ¡qué vergüenza! Afortunadamente pudimos retirarnos a un costado y al momento vino una amiga a terminar la faena con los botoncitos de mi vestido. Pero ya no continuamos bailando porque mi amigo se medio enfadó: algo así como lo que hacen muchos hombres cuando se han perdido conduciendo y no quieren admitirlo, y de repente paras en un semáforo y pides direcciones cuando según ellos no hacía falta...

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